En un post anterior tengo dicho que el padre del novio, el suegro de la novia, es un sablista de libro. También creo haber especulado con la posibilidad de que acabara pidiendo, o lo hubiera hecho ya, dinero al Rey de Oros, padre de la novia y suegro implacable del novio. No, no sé si habré acertado o no.
Debo confesar, a estas alturas, que la información que me llega de la pareja es escasa o irrelevante y, si unimos a eso mi natural flojera, se puede explicar la falta de actualizaciones del blog. Qué le vamos a hacer. Tampoco debe haber mucha gente leyéndolo.
En todo este tiempo lo único destacable es que el Rey de Oros le ha puesto un local al novio para que instale en él su negocio. Por ahí tengo dicho, perdón, quiero decir escrito, cómo se las apaña para matar el tiempo. Ah! Por si alguno podía dudarlo: el local no está a nombre del novio. Ya dije que el dogal era de cable de muy buen acero. Creo que el novio paga la luz y el agua, aunque de ninguna de las dos cosas hará un gran consumo.
Bueno, a lo que iba, que siempre acabo subido a las ramas, debe ser la herencia de los primates: el suegro del novio tiene varios negocios en marcha. El que posiblemente más contribuye a su fortuna (o al menos el más seguro) es un establecimiento que está abierto al público. La gente acude y, a cambio de dinero, se lleva determinada mercancía que deja un muy buen margen. La naturaleza del negocio no es precisamente favorable a transacciones a crédito, o a plazos; todo es “cash” o a lo sumo tarjeta de crédito, que viene a ser lo mismo. El valor de la mercancía, considerada por unidades, no es muy alto. No hablamos de coches, electrodomésticos ni cosas por el estilo. Te la llevas en una bolsita.
Y aquí aparece el sablista, el consuegro del figura de la baraja. Se ve que ha cogido la costumbre de acudir al negocio, solicitar mercancía, llevársela y pedir que anoten su importe en la cuenta del hijo. Todo esto sin conocimiento del novio, es decir del coprotagonista de nuestra historia y figura estelar del blog.
Ea, el otro día la madre del novio recibe una llamada de su hijo llorándole porque el importante suegro le había llamado (tal vez por persona interpuesta) afeándole la práctica comercial de su padre y advirtiéndole que “la cuenta” había llegado a una cierta cantidad. El dolido novio se quejaba de la vergüenza que le habían hecho pasar, de las cosas que tenía su padre y tal. No recuerdo exactamente la contestación de la madre ni creo que sea relevante. En resumen vino a decirle que cubriera la deuda y pidiera al espabilado consumidor abstenerse en el futuro de repetir, al menos con el consuegro, tan peculiar modo de adquirir bienes o servicios. Supongo que es lo correcto.
Pero ¿a cuánto ascendía la “púa”? ¿En cuánto estaba perjudicando el tarambana la salud comercial del potentado que manda cortar y coser sus trajes a medida en Hong-Kong? En nada menos que veinte y siete euros. Veinte y siete. Una pequeña fortunita. No me atrevo a poner la cantidad en pesetas no me haga overflow el blog. ¿Tenía dicho lo que le esperaba al novio?
Luego pensé: yo hubiera ido a la tienda, cubierto la deuda y entregado a cuenta otros cien o doscientos euros más para ir cubriendo sucesivas “extracciones” de mercancía, con el encargo de avisar cuando se fueran agotando. Habría sido un buen hostión pero claro, a lo mejor le dicen: “oye, chulete, que esos cien euros también son míos”.
Tonterías las justas y la mierda te la tragas a calderos, que te piras con lo puesto.
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